Textos

Cuando la lluvia terminó

 

Por Gabriela Padilla Jiménez*

Amelia se arrancaba los cabellos de tajo sin emitir sonido alguno de dolor. Decía que era algo que tenía que hacer. Fue como a los once años que se le metió el diablo y se deschavetó. Siempre andaba sucia, con el mismo vestido ya roído de mangas amarillentas en las axilas que, aunque su madre se lo lavara, ya tenía impregnado un olor a humedad y sudor. La temporada de secas nos refrescábamos en el agua helada de los ríos y también en la que desembocaba de las cascadas. Amelia solía ir con nosotros antes de perder la razón. Un día llegó caminando descalza a la plaza del pueblo, justo cuando la misa acababa de terminar y todos se iban dispersando en los alrededores del quiosco. Llegó de entre la densa neblina del medio día, traía los pies negros y apestosos porque había atravesado las pendientes empedradas desde su casa hasta el centro.

   Como cada domingo, había tianguis, así que caminó sobre restos de frutas, verduras, anticongelante de los taxis y había pisado la porquería de los perros. Por si fuera poco, dobló en la calle de adoquines donde ponían a secar la cecina, y uno que otro pedazo se le metió entre los dedos de los pies. No sabíamos si reírnos, compadecerla o tenerle miedo.

   Cuando estaba cuerda era muy inteligente. Aprendía rápido y era de las más abusadas en la escuela. Pensamos que sería de esas que dejan el pueblo y les va bien, pero poco a poco dejó de hablar. Cuando lo hacía era para decirnos incoherencias, como esa de que por las noches alguien susurraba su nombre y después la espiaba a todas horas. Supusimos que quería llamar la atención. Después dejó de frecuentarnos, de bajar al centro y a la parroquia. Tampoco volvimos a verla en las festividades de San Simeón, sus favoritas. Permanecía dentro del bosque y se escondía en las montañas que colindaban con su casa, esa que estaba en el cerro más alto y que casi nunca se veía porque la ocultaba la neblina.

   Siempre andaba sola. Algunas noches se quedaba sentada en las banquitas de la plaza. Los vendedores de las tiendas de zarapes decían que la veían hasta muy tarde manoteando y discutiendo, en ocasiones tan fuerte, que creían que de verdad peleaba con alguien; luego se acercaban para comprobar que estaba sola con alguno que otro perro callejero y la luna iluminando su cabello negro, negro. Entonces se callaba, apretaba los ojos y cuando volvía a abrirlos maldecía; lo que sea que estuviera viendo no se iba. Le gustaba pellizcarse bruscamente y a veces lo hacía tan fuerte que se sacaba sangre; si alguien la veía justo en ese momento, se enterraba las uñas aún más para que le temieran con ganas. Qué loca está la Amelia, mira como ya trae los brazos y piernas llenos de costras, decíamos al verla.

   Amelia perdía la razón y su familia se avergonzaba. Morían de la pena cuando algún vecino les preguntaba: “La edad le está pegando a la Amelia, ¿verdad?”. La función era los domingos, cuando aparecía en la iglesia a mitad del sermón. Su cuerpo traía la humedad de la llovizna y el olor del copal. Todos aguardábamos el momento exacto en que empezaría a salirse de sí misma. Comenzaba haciendo ruidos extraños, después bailaba al ritmo enloquecido de la lumbre de las velas para nuestros santos; el cabello enmarañado, que le caía por todo el rostro, apenas dejaba al descubierto su mirada llena de maldad y rencor. Su vestido blanco ya le quedaba corto, todos estábamos atentos al momento en que sus muslos se desnudaban. Finalmente, un par de monaguillos la tomaban por los brazos y la sacaban del lugar. Su madre, sentada siempre en la última banca, intentaba pasar desapercibida y se cubría el rostro con su velo negro, desgastado, polvoriento y deshilachado como la cordura de su hija. Los demás días iba al mercado ya tarde, así evitaba que otras mujeres la molestaran con lo de siempre: “Amelita anda bien rebelde”, “creo que necesita mano dura”, “es que le falta el padre, ojalá no se hubiera ido al otro lado”. La hermana de Amelia les decía a sus novios fuereños que era hija única y su hermano bajaba la mirada cuando, estando con sus amigos, Amelita llegaba. Toda su familia prefería callar e ignorar las suposiciones porque, la verdad, es que tampoco sabían qué le pasaba a la muchacha.

   En una ocasión la llevaron con Don Jesús, un señor que curaba todos tus males —los propios y los creados por otros— con hierbajos y oraciones. No funcionó. Amelia se descompuso a mitad de la limpia; cayó al piso y empezó a contorsionarse. Fue Don Jesús quien insinuó que la niña estaba poseída por algún espíritu o demonio, porque sus remedios eran muy buenos y ella no se componía. Le creímos y a partir de eso, cuando nos encontrábamos con ella, preferíamos esquivarla y cambiar de acera, teníamos miedo de ser agredidos u ofendidos, y lo peor, creíamos, lo que ella tenía dentro también te poseería.

   Así fue como Amelia se perturbó, su familia la ignoró, nosotros le temimos y eso a ella no le importó. Hubo periodos donde no la veíamos. Se rumoraba que andaba vagando en el pueblo vecino. Teníamos la creencia de que el vapor que aparecía después de una lluvia incesante era “el humo que la traía de regreso” porque cuando eso sucedía, Amelia aparecía, cada vez más mayor, con el cabello más espeso y negro, las uñas más largas y duras en sus manos que parecían las de mujer anciana a pesar de ser adolescente, y su mirada tan vacía pero capaz de adivinar tus pensamientos y enchinarte la piel.

   A los niños solíamos decirles que no salieran, que Amelia había regresado y que andaba por ahí, y también la usábamos para reprenderlos: “Si no comes, Amelia vendrá por ti”. Y con el tiempo ya todo fue culpa de Amelia. Los que se dedicaban al campo, por ejemplo, la maldecían por haber estropeado sus cultivos de café, porque por su “chingada culpa” la cosecha de esta temporada no estaba dando. Si los turistas no llegaban era por ella, por dar una terrible impresión corriendo por toda la plaza gritando tonterías, que ya venían por ella, que se fueran, que no regresaran, que el pueblo estaba maldito y ella también. Entonces los locatarios salían de sus negocios y la corrían como a un perro con la escoba: “Ya vete de aquí, necia”. Ella respondía con gruñidos y se les abalanzaba. Una vez que estaba de impertinente, dejó a uno de los guías de turistas con el cuello lleno de rasguños, entonces vino el resto de sus compañeros y la subieron a una camioneta, se la llevaron bien lejos pero nunca supimos a dónde ni lo que le hicieron. Cuando regresaron aseguraron que Amelia no volvería en un tiempo, que “un buen escarmiento es lo que le hacía falta”.

   Cuando las cosas parecían mejorar y el pueblo prosperaba, llegaba Amelia con su mala suerte, trayendo el infortunio y las desgracias. Como cuando el hijito de Doña Consuelo se perdió, desapareció como si se lo hubiese tragado la Tierra. La última vez que lo vieron fue subiendo el callejón Quetzales. Todos participamos en su búsqueda. Fuimos bosque adentro, a las grutas, a las pozas, a la cascada más lejana, nunca apareció. La familia no pudo con la tristeza y abandonó el pueblo. Amelia soltaba carcajadas cuando las mamás de otros niños la acusaban: “Tú te lo llevaste ¿qué hiciste con él?”, “devuélvelo y te perdonamos”, y lo que todos pensábamos pero nadie se atrevía a decir: “¡Te lo comiste, bruja!”. Amelia tenía un ataque de risa.

   Con el tiempo crecimos y junto con el pueblo cambiamos. A los más jóvenes les daba por escuchar esos corridos que venían del norte. Su pasatiempo favorito era andar en la camioneta con la música a todo volumen y molestar a la Amelia, corretearla hasta sacarla a la carretera, lanzarle desperdicios y gritarle que ya estaba en edad de merecer. Y es que a pesar de su ímpetu desastroso, era atractiva. Debajo de la piel ennegrecida, de las cicatrices por el daño provocado a sí misma y del olor, había una mujer agraciada. Con sus acosos lograban que se fuera largos periodos y regresara pocas veces, hasta que su mamá falleció; entonces su familia se desmoronó más de lo que ya estaba. Su hermana mayor se juntó con un ranchero que se la llevó lejos y su hermano dijo que le habían ofrecido un buen trabajo, que haría los mandados para un señor importante en otro estado. Amelia se quedó sola. Su casa se hacía añicos y ella también, los muros se caían a pedazos y Amelia se avejentaba a prisa. Las canas comenzaron a invadir su cabello desordenado, la piel se le arrugó como cartón mojado y ahora usaba los vestidos oscuros de su madre. Incluso, una que otra vez, se le llegó a ver con el velo puesto. Lucía más aseada pero el olor a desdicha la seguía. Las venas parecían querer salir de sus brazos lastimados. Su caminar se volvió lento y parecía flotar entre los tejados rojos mientras subía a su casa.

   Unos cuantos logramos salir a tiempo del pueblo. Nos enteramos que otro niño se había perdido y que esta vez los vecinos iban a actuar. Subieron a la casa de Amelia, algunos se armaron de palos y piedras como si fuesen a enfrentarse al vivo demonio. El escarmiento que planearon se salió de control. La golpearon a puño cerrado en el rostro y ya en el piso patearon su cuerpo, ella no soltaba ni un palabra, ni un indicio de dónde estaba el niño. Molestos rociaron gasolina a la casa y esta comenzó a arder. La madre del niño lloraba, pedía que todo parara, no podría sobrellevar dos culpas; el resto del pueblo celebraba sin escucharla. Como por obra de la mismísima Amelia, comenzó a llover, el vapor lo cubrió todo y los vecinos, poco a poco, se fueron retirando del lugar. Amelia permaneció sentada al pie de su casa, observando cómo las llamas luchaban contra el agua por poseerla. Dicen que no lloró, pero su mirada cambió. Como pocas veces parecía lúcida, concentrada. Al día siguiente la noticia fue publicada en el periódico: un deslave había sepultado al pueblo.

  Cada que volvemos por los rumbos nos cuentan que donde una vez estuvo nuestro pueblo se escuchan risas, y allá arriba, en la casa chamuscada de Amelia, a veces se logra ver una bola de fuego.

 

*Gabriela Padilla (Cancún Quintana Roo, 1988) es licenciada en Ciencias y Técnicas de la Comunicación por la Universidad Interamericana para el Desarrollo y diplomada en Escritura Literaria por Literaria Centro Mexicano de Escritores. Se ha desarrollado como post productora audiovisual en las principales cadenas de televisión nacional, así como publicado cuentos y reseñas en diversos medios digitales. Su cuento En la palma de su mano fue seleccionado para formar parte de “Medusas, antología de cuento, microficción y ensayo”, a publicarse este año.