Reseñas

En los márgenes del mundo

 

Por Antonio Santiago Juárez

 

Muchos quieren hacer el viaje del héroe, pero pocos piensan en el alto precio a pagar, primero, porque nadie viaja acompañado –en esto, el viaje se parece a la muerte–; y segundo, porque nadie regresa siendo el mismo –si es que regresa–. Juan Manuel Torres jamás lo hizo. Entre más se alejaba, menos deseaba volver. A diferencia de Ulises, se fue para la eternidad.

     No es difícil entender los porqués. Hace años, cuando publicaba sus primeros relatos, Torres nos hizo sentir la imposibilidad de vivir en este mundo. Volvería a matarse de saber que nuestro fariseísmo va al alza. Se accidentaría de nuevo si escuchara, defendiendo bellas causas, a los buenos y a las buenas de izquierda, a los buenos y a las buenas de derecha, a los buenos y a las buenas del centro, unánimemente preparados para acusar de violento al contrincante.

     No es que no haya razones por las cuales sea importante luchar, pero el fariseísmo se ha apropiado de ellas y cada quien deposita en su enemigo todas sus vigas. Las redes sociales son lo que Orwell imaginó como minutos de odio, solo que veinticuatro horas al día. ¿Cómo no marcharse? El viaje debe asemejarse a la vida de los árboles que Zaratustra contempló: entre más altos crecen, más solos están. ¿Qué tan lejos hay que irnos?

      Juan Manuel Torres fue un adelantado: en 1961, publicó sus primeros relatos. Poco después dio a conocer visiones más complejas. Sesenta años han pasado y los temas que le obsesionaban comienzan a abordarse en películas como Interestellar, A ghost story, Coherence, o series como Dark; creaciones estas últimas que no por ser de actualidad resultan menos visionarias. El don de Torres para intuir mundos diversos sorprendería al mismo Borges –a quien tanto le gustaban los espejos–, por la nitidez con que describe las luces y las sombras del abismo:

–Dime –le dije–, ¿qué cosa reflejan los espejos cuando se quedan abandonados, cuando no hay ningún observador que recoja las imágenes?
–Reflejan lo que tienen frente a sí.
–No seas idiota. Si miramos un espejo diagonalmente vemos reflejos distintos a lo que podríamos ver desde un punto opuesto y no hay razón para pensar que cuando nosotros no estamos las imágenes desaparecen. Puedo planteártelo de otra manera: si nos colocamos frente a un espejo de tal manera que yo te vea a ti y tú me veas a mí, ¿qué es lo que objetivamente refleja ese espejo?; porque hay algo objetivo, ¿verdad?
–En un cuarto vacío los espejos reflejan una suma de luces y sombras, no hay en ellos ninguna imagen, todas las posibles se hallan sumadas las unas a las otras y así solo se convierten en tonalidades de luz, en promedios de imágenes.
–¿Quieres decir, que nuestro corazón también hace un promedio de las luces, de los pequeños amores y odios cotidianos? Puede que tengas razón, no me había dado cuenta.

Ningún don es gratuito. El suyo, Juan Manuel lo pagó caro pues, además de visionario, fue un desarraigado. Cierto que un escritor siempre lo es: escribe porque no le queda de otra. Solo en la escritura bebe, un poco nada más, para después seguir vagando en el desierto al que se haya condenado; pero su desarraigo, Torres lo soportaba tan poco como la escritura:

Lo que más me aterra es escribir. Por un largo tiempo me resisto a hacerlo porque temo que sea la vanidad la que me impulsa, o la necesidad de contar mentiras. Me resisto a escribir hasta que no me queda otro remedio, hasta que siento la imperante alternativa de escribir o desangrarme, y no sé por qué hasta ahora prefiero conservar en paz la sangre, y no las palabras.

La de Torres es una escritura bella y desgarrada, terrorífica y cruel, brillante como la luna sobre un bosque nevado. La intuición del abismo en Juan Manuel está estrechamente ligada a su visión de destino, es decir, a las palabras con que fuimos concebidos desde siempre. En esto se emparenta con Nietzsche y con su visión del eterno retorno –aunque este último autor fuera más optimista–. Torres se ve a sí mismo como un eterno Ulises condenado a cometer el mismo crimen, en la infinitud de mundos posibles, sin descanso y sin piedad.

Pero hay una historia que quiero contar, una historia que puede desarrollarse ante el espectador como una tragedia representada por títeres. Los títeres son bellos o defectuosos (mejor es comprarlos de segunda mano, pues así ya llevan un pasado en las ropas destrozadas), lo importante es que sepan convulsionarse por los diálogos que alguien indiferente les ordena.

¿Para qué somos necesarios si la tragedia se desarrollará aún sin nosotros? Si nuestro papel puede ser actuado por cualquiera, entonces ¿para qué estamos aquí? Borremos todos los nombres, y dejemos tan solo los puntos en el espacio, las estrellas que han de configurar las constelaciones de siempre, aunque las constelaciones sean solo una apariencia de estabilidad, pues lentamente, madurando sus sueños, van cambiando de formas.

Genio de lo que la academia denomina metaficción, exploró lo que podríamos llamar, siguiendo en esto la segunda frase del Grafógrafo de Salvador Elizondo, el juego del “escribo que escribo”, fenómeno que la misma academia ha definido como un “ejercicio autorreflexivo y autorreferencial de la escritura”. Literatura que se piensa a sí misma, que se revela consciente de su artificio. Al leer los cuentos y la novela de Juan Manuel Torres, dudo que su obra haya estado guiada por una definición como esta.

   El escritor no es más que un médium que escribe lo que siempre fue llamado a escribir, y es aquí, en la intuición de lo eterno, donde se encuentra el mirador desde el que puede alumbrarse la obra de Juan Manuel Torres que, más allá de un simple artificio, es la manera de mostrarnos la irrealidad de un mundo que –a pesar de lo silvestre de sus instituciones, tan patentes como periódicas, tan seguras de si mismas–, siempre está más allá. Al igual que Odiseo, Juan Manuel se atrevió a sumergirse en el Hades para palpar las raíces de lo real:

En algún lado debe estar la verdad de lo que queremos decir. Es necesario escarbar y escarbar, ir acomodando todas las piezas de las maneras más diversas hasta que formen el rompecabezas, hasta que con la suma de sus signos puedan lograr transmitirnos algún significado. Hay que probar una y otra vez, hacer que Ulises emprenda esto o lo otro, que camine, que vuele, o que muera; que busque entre todas las puertas la única salida del laberinto.

Quizá por su amor al laberinto Torres se quedó atrapado en sus imágenes. Ulises mismo estuvo a punto de ello, pero los dioses querían que retornara al hogar, metáfora del camino que, siguiendo el ejemplo de Helios, hace el espíritu hacia a lo profundo de sí mismo para resurgir más brillante después. Se trata de la muerte iniciática que la literatura cuenta de una y mil formas. Es el paraíso, pues no existe otra forma de nombrar el retorno. En El viaje, Torres lo intuye así:

El lugar es semejante a un vasón lleno de rosas o a un bargueño taraceado con pedacitos de hielo. Es un sitio que da la impresión de seguridad, de no encerrar sorpresas, de que todo lo que en él ocurre ha sido prefijado en otro sitio aún más seguro. Es como una catedral en la que por todas partes corre un apacible murmullo de hierba y río.
Hay dos entradas; pero en tanto que una conduce directamente a la sala, la otra se aventura en un túnel decorado de abundantes kakemonos que recuerdan vagamente ciudades inexistentes y pájaros enloquecidos en paisajes de nieve. En el interior hay dos escritorios de caoba y el visitante tiene la impresión de que ha llegado a casa, de que en cualquier momento mamá saldrá a ofrecerle sus compotas y confituras.
El olor dominante es quizá el de sándalo, que surge como varón recién bañado en aguas de miel y de vainilla. Sobre los escritorios hay siempre rosas exactas y miniaturas de marfil. La alfombra contribuye también a la intimidad; dan ganas de entretejerse en ella y quedarse para siempre en ese mundo ordenado y preciso donde todo se desarrolla sin turbulencias.

¿Por qué no quedarse en ese mundo? Porque no se nos da por descontado. Hay que ir a buscarlo como hicieron Ulises primero y Torres después. Creo que a Juan Manuel le faltó tiempo. Hizo bien en orientarse contra el juego en el espejo, decidió lo correcto viviendo al margen pues solo desde allí es posible descender. Se atrevió a bajar a los infiernos. Por desgracia, no pudo encontrarse. No tuvo la guía de Hermes, o no lo escuchó. Aún así, con sus películas, sus cuentos y su novela Didascalias, en su trágico heroísmo, Torres nos ha dejado un relato inigualable del infierno, abismo al que debemos descender si deseamos encontrarnos.