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Sushi y esgrima, cuento

Sushi y esgrima

Te compartimos este cuento de Libertad Pantoja, escritora egresada de Literaria.

 

Lilia y yo fuimos amigas desde la prepa. A pesar de que hace casi cinco años de eso, hasta hace poco ella se veía igual que cuando la conocí: sus rasgos torvos de adolescente con ese dejo grisáceo e insano en la piel; las pecas apagadas y el cabello quebradizo. Todo esto adornado por una sonrisa cruel que se extendía casi hasta sus pómulos, arrugándole la cara cada vez que hacía aparición. Sin importar su aspecto, Lilia siempre destacó en todo. Era muy buena para las matemáticas, muy talentosa para la música y en general sabía de cualquier tema como si llevara años estudiándolo. Siempre la envidié. Ella pasaba las materias con la mano en la cintura mientras que yo me desvelaba todas las noches con mi coca y mi gansito para lograr rasgar los sietes.

— Quien es inteligente no necesita ser matado— me dijo alguna vez en que me quejaba de que casi no había dormido.

Solía creer que justamente me caía bien porque era franca y me decía la verdad, pero en realidad sus comentarios me lastimaban. Siempre encontraba la manera de ofenderme, ya fuera en forma sutil o brutal, y yo pocas veces atinaba a contestarle:

—Es que no entiendo cómo puede costarte trabajo algo que es tan fácil. Mira, nomás despejas y ya. ¿Cómo? ¿No sabes despejar? Uy, pues se nota que no hay que hacer nada para que a uno lo dejen entrar a la prepa. Pero no te apures, seguro uno de tus amigos te mete a algún trabajito por ahí cuando acabemos. Ah, no. Se me olvida que no tienes amigos, y pues la verdad quién sabe si vayas a tener después, como que no eres muy simpática. Pero no te preocupes, me caes bien. Aquí estoy, contigo.

Mi falta de habilidad para responder a sus constantes embestidas hacía que me molestara todavía más, tanto con ella como conmigo misma. Sigo preguntándome cómo pude ser su amiga tanto tiempo.

Al resto de mis compañeros les parecía rara, pero hasta ahí. Para ellos no pasábamos de ser un par de buenas amigas que se llevaban pesado. Ella no convivía ni se ensañaba particularmente con ninguno de ellos y tenía cuidado de hacer sus comentarios más hirientes cuando estábamos solas:

—Ve nomás, ni el suéter te sabes poner. Mira esos pelos. Y para colmo te pones esa mariposa horrible; igualita a la que traía Anita ayer. La gente copiona no progresa. Si al menos fueras inteligente o bonita, pues igual y no te iba tan mal, pero así….

Entre otros gustos raros, Lilia estaba obsesionada con las cárceles, las jaulas, los tupperwares y los contenedores en general. Tenía cuadernos y las paredes de su casa llenas de dibujos con todo aquello, siempre con pequeños ojos asomando, atrapados. En más de una ocasión me los mostró. Debo confesar que, a pesar de la angustia que me transmitían los temas, tenían algo de bello. No sé si eran los colores o cómo estaban construidos los dibujos, pero me gustaba verlos. Jamás se lo dije. Yo fingía desinterés y ella permanecía callada. Creo que fue lo más cerca que estuve de lastimarla antes del incidente.

Recuerdo que en la prepa, alguna vez comenzó a exponer sobre el funcionamiento de los sentidos con una cita de Morrison:

—Blake dijo que el cuerpo es la prisión del alma a menos que los cinco sentidos estén totalmente desarrollados y abiertos. En esta ocasión voy a hablar acerca de la percepción…

Cuando le pregunté a qué venía eso sólo se encogió de hombros y me dijo:

—No creo que entiendas.

Me sentí mal, sabía que había algo ahí, una puerta detrás de la que se ocultaba Lilia que no permitiría que nuestra amistad creciera nunca.

Después de que discutíamos por algo (lo cual solía terminar con Lilia gritándome una ráfaga devastadora de insultos), cuando se daba cuenta de que estaba llegando al límite de mi paciencia cambiaba el tema y me invitaba al sushi o proponía una partida de dominó, en la cual siempre me ganaba. Luego rematábamos la tarde “jugando” con sables de madera que ella había conseguido en una tienda del centro para entrenar en su casa por las tardes. No eran lo más adecuado para practicar esgrima, pero cumplían con el propósito de liberar la tensión entre Lilia y yo.

Después de practicar, yo solía quedarme dormida. Cuando despertaba, ella se había ido. Decía que salía a caminar y regresaba impregnada de un olor horrible. Más de una vez nos quedamos durante un largo rato acostadas en el piso, viendo al techo después de que volvía de sus caminatas. Yo me aguantaba el olor porque me daba la impresión de que quería decirme algo, de que debíamos hablar, pero ninguna se atrevía a romper con la quietud del momento hasta que me atacaba el hambre o el sueño y me iba a mi casa.

No tardé en descubrir que lo único que le fallaba un poco eran los deportes. De por sí caminaba chistoso, arrastrando ligeramente los pies. También tenía algunos problemas de coordinación que parecían agravarse cuando estaba cansada o tenía hambre. En la esgrima primero explotaba, corría rapidísimo, daba sablazos imparables y brincaba de una forma impresionante, pero en menos de cinco minutos su energía quedaba drenada, los reflejos le fallaban, a veces incluso le temblaban las manos y salía con la excusa de ir al baño. Casi puedo jurar que en realidad salía porque no quería que la viera jadeando en la banca. Hacía cualquier cosa por aparentar fortaleza y nunca quería hablar de sus temblores y problemas de coordinación. Regresaba oliendo extraño, como a podrido y nuevamente cargada de energía. Yo le hacía bromas acerca de que iba a comerse las ratas al caño o que era la culpable de la desaparición de los gatos viejos del cuidador de la escuela, ya que varias veces llegué a ver rastros de pelo y sangre por el patio después de nuestras clases de esgrima.

Ella se reía con cara de hartazgo, como si no le encontrara gracia. Pero yo reía más para mis adentros, no sólo por mi ocurrencia, sino porque yo sí podía entrar al equipo de básquet o de fútbol. En más de una ocasión se lo dije antes de entrar al equipo de esgrima. Ella fingía desinterés, diciendo que no eran deportes de verdad y que no valían la pena.

Entramos a clases de esgrima a causa de ella. Yo acababa de conocerla. Un día pasamos cerca del área de escobas, ella tomó una y se puso en guardia, tomé otra y comenzamos a agarrarnos a golpes como pudimos. Ella me toreaba. Comenzó ligerito: “Casi, casi”, “Uy no” y terminó diciéndome:

—No seas zonza, cualquiera puede darme, anda, cosa. No puede ser que estés tan mensa. Ve, soy muy lenta.

Entonces le di un golpe tan fuerte que temí romperle algo, de inmediato solté el palo y me disculpé, pero ella estaba sonriendo. Me sentí liberada de la carga de tener que contestar a sus insultos y solté el siguiente golpe.

—Aquí en la escuela dan esgrima y te prestan el equipo. ¿No te gustaría inscribirte? — me dijo más tarde ese mismo día.

No comprendo qué me ataba a Lilia. Era difícil tenerle apego. Pocas veces reíamos juntas. Creo que lo más cercano a algo que hacen las amigas normales eran las idas al sushi y los juegos de dominó. Tal vez era una mezcla entre mi dificultad para hacer amigos y el hecho de que ella me aceptaba sin importar que yo no la entendiera. Ahora que lo pienso, me da la impresión de que lo único que me impedía hacer nuevos amigos era Lilia.

Nuestra amistad parecía estar basada en que yo soportara sus insultos, porque significaba que tenía permiso para agarrarla a golpes, y en que ella aguantara mis golpizas porque era su forma de expiar todo lo que me había hecho. Así lo veía yo.

Nunca conocí a sus padres, cada vez que la visitaba habían salido o estaban trabajando. En una ocasión Lilia cebó nuestro encuentro con espadas molestándome más que de costumbre, me fui a mi casa pensando en que no tenía por qué soportarla, que no quería verla ni hablarle más. Se había vuelto un bicho molesto para mí.

Al día siguiente, cuando salí a la escuela, estaba afuera de mi casa, esperándome. Tenía la cabeza llena de plumas y los espacios entre los dientes ligeramente manchados de algo similar al chocolate. Se me ocurrió que había estado ahí parada toda la noche. Estaba por decírselo, pero se veía tan seria que me contuve. Cuando le pregunté por las plumas me dijo “Me comí un pájaro” y las dos nos fuimos riendo suavemente. Me era demasiado fácil perdonarla.

Seguimos con esa dinámica durante meses. Lo que más me gustaba eran nuestras peleas después de cada discusión. Ella festejaba cada golpe que me daba con el sable gritando: “¿Cómo no lo viste?”, “Tsss”, “Iii”, entre otras frases. Pero cuando a Lilia se le apagaban los reflejos, aunque yo terminara toda golpeada, lograba desquitar mi furia sobre ella en un arranque de sablazos de madera. Entonces era yo quien reía, me deshacía en carcajadas por dentro, mas no en su cara. Jamás me atreví.

Nunca le dejaba moretones. Solía creer que era por enclenque. Ella me decía: “Eres débil” o “Eres chafa”. Yo le creía. Sus burlas ante las marcas verdes y moradas en mis brazos reafirmaban esa creencia.

Dejamos de vernos unas semanas antes de los examines finales. Lilia me dijo que me ayudaría a estudiar, pero ya me sabía yo esas ayudas que siempre acababan con un “¿por qué eres tan tonta?”, así que preferí estudiar en mi casa. No la vi en la entrega de diplomas ni en la fiesta de graduación. Comencé a llevarme bien con otros de nuestros compañeros y no hice por marcarle a Lilia a su casa.

Teníamos meses sin vernos. Yo la había estado evitando, pero cuando me habló para comunicarme la noticia de que la habían aceptado en la universidad que ella quería, se me ocurrió proponer que hiciéramos algo juntas. La invité a mi casa. Aún no acabo de entender cómo pude. Para ese entonces yo ya tenía amigos en la universidad pero, ¡hasta la recordaba con cariño! Era esa fuerza sin nombre que siempre me arrastraba hacia ella.

—¡Mira lo que traigo! —me dijo en cuanto llegó.

Eran las primeras espadas de verdad que yo tocaba.  Me moría por estrenarlas, fingí inútilmente indiferencia, pero no pude evitar voltear a verlas constantemente mientras platicábamos.

Ella comenzó todo: me dijo que no se conformaría con algo como merca, la carrera que yo estaba estudiando, y me cuestionó sobre por qué había elegido eso. Me dijo sin ningún asomo de sutileza que era una carrera para flojos y vendidos y me preguntó si no me daba pena haber terminado ahí. Dijo que no me preocupara, ella no se le diría a ninguno de nuestros antiguos compañeros. Yo me contuve todo lo posible durante su soliloquio que continuó con lo gorda que me había puesto, lo mal que me quedaba la ropa y lo mala que era la escuela que había elegido.

En el tiempo que llevábamos separadas había olvidado su mal aliento, su mirada vidriosa, su piel delgada como el papel que, a pesar de lo lisa, se arrugaba con facilidad ante el más mínimo intento de expresión y su color malsano. Traté de hacer de todos esos detalles un colchón que apaciguara mi coraje hacia Lilia y no dije nada, pero su voz seguía repitiendo esas y todas las palabras que me dijo en la prepa dentro de mi cabeza. Después vino el dominó. Como de costumbre ganó y pasamos a las espadas. En esa ocasión se veía distinta. Estaba más gris de lo normal, parecía cansada y con más problemas de coordinación que de costumbre, pero ella misma acercó el acero, despreciando nuestras viejas espadas de madera, cuando llegó el momento. No sé en qué momento se distrajo e hice un tajo perfecto en su estómago, tal que pude ver cómo se salían sus vísceras rosas. Rosas como la carne cruda del sushi que tanto le gustaba.

Fui yo quien gritó, mientras Lilia me miraba sin moverse, desde el piso, muy seria.

–Hazlo ya– me dijo imperativa, pero calmadamente. — De todas formas ya valió. No voy a sobrevivir. Termínalo.

Reaccioné. Entre más me tardara, más sufriría ella. Confié en el filo del arma y le di un segundo tajo en el estómago. No dijo nada, se contrajo un poco y me siguió mirando con sus ojos aceitunados.

–Perdón– dije yo.

No había tenido la verdadera intención de matarla. No quería hacerlo. Dudé. En mi lucha interna incluso llegué a considerar que quería evitar que muriera para hacerla sufrir todo lo posible. Todo el tiempo posible. Deseché esa idea, traté de no pensar en eso y le di más y más espadazos, siempre sin tirar a matar. “Perdón, perdón”, pensaba con cada uno de ellos, “perdón por no matarte de una vez”. Pero a la vez, cada corte que le hacía me relajaba, me hacía sentir mejor. Por eso seguí cada vez que ella lo pedía, sin importar que no muriera.

Empezó a tiritar y sus dedos a moverse de una forma frenética. Ella no decía nada pero yo podía escucharla claramente dentro de mi cabeza diciendo “Hasta en esto eres chafa”. Y arremetía de nuevo, pensando “Sí, cabroncita, así de chafa”.

Al fin pude controlar mis ansias de seguir dañándola y le hice un corte a la mitad de la cabeza, eso tenía que funcionar sin importar qué tan fuerte o resistente fuera. Pero, no. Seguía viva y consciente, como si mi falta de intención de matarla pudiera más que la espada que rebanaba sus neuronas. Ella miraba al piso con el sable a media cabeza. Yo no sabía qué hacer. Me quedé mirando al horizonte pensando a qué otra cosa recurrir.

Volví en mí cuando Lilia me habló, seguía muy tranquila aunque no podía controlar los temblores y el movimiento de sus manos.

–Descansa un poco­– dijo.

Lilia cerró los ojos y una ligera sonrisa asomaba en su rostro. No nos dijimos gran cosa. Ahora sí, no era mi culpa que no se muriera. ¿Qué iba yo a hacer? ¿Repetir que lo sentía hasta matarla del asco? ¿De dónde venía esa sonrisa que, como tantas otras veces, comenzaba a desfigurar su rostro hasta convertirse en carcajada? Entonces noté algo extraño: no había ni una sola gota de sangre. Era como si ella hubiera estado muerta desde antes del primer corte. Como si me hubiera orillado a intentar matarla sólo como una forma más de hacerme sufrir. Respiré hondo. Ella seguía carcajeándose.

−Es… liberador − dijo de pronto.

Sí. Eso había sentido. Había sido muy liberador agarrarla a sablazos después de todos estos años. Así debí de haberle dado desde la primera vez.

Entonces me percaté de que algo se movía entre sus entrañas rosas. Era una patia larga y negra. Luego no una sino seis. Todas relucientes y con espinas.

Poco a poco se abrió paso. Tenía dos pequeños ojos negros y opacos y un cuerpo rojo, reluciente y redondo. Era similar a un escarabajo gigante, salvo por su boca que más bien recordaba a la de los zancudos. Era más o menos del tamaño de un balón de vóley. Mi primer impulso fue aplastar aquel bicho, alejarlo de mí y de lo que quedaba de Lilia. ¿Qué tal si ahora que había acabado con ella seguía conmigo? “Qué tontería”, pensó algo dentro de mí en ese momento. “Fui yo quien acabó con ella”. Alcé la espada y su aparato bucal y sus antenas se agitaron como dedos inquietos, sus ojillos me vieron con la misma mirada vidriosa de Lilia, no había lugar a dudas: aquel bichillo rojo, y no el cuerpo destripado en el piso, era Lilia.

 Yo la ayudé a salir. 

Sobre la autora

Libertad Pantoja nació en la ciudad de México. Es egresada del Diplomado en Escritura Literaria de Literaria Centro Mexicano de Escritores. Recibió la beca Jóvenes Creadores del FONCA en la especialidad de cuento el año 2018. Su cuento «Hilos» fue incluido en el libro: Historias de las historias. Ha publicado en la revista Penumbria. Su primer libro de cuentos está en proceso de ser publicado.