Por Antonio Vásquez*
I: Mercurio
Escribo estos apuntes en pleno Mercurio retrógrado, para una revista que se lanza en el mismo periodo en que el planeta más cercano al Sol aparenta retroceder. Digo aparenta porque el fenómeno mercurial es sólo eso, una ilusión óptica que traza un lazo serpentino en el cielo. Por las advertencias que suelen hacer las astrólogas para estas fechas, se creería que es el momento menos idóneo para estrenar el primer número de una nueva revista literaria; aunque entonces, bajo esta misma lógica, se podría suponer que mi mismo nacimiento estuvo marcado por el infortunio.
Yo nací un 13 de junio del año 1988, a las tres de la mañana con once minutos. En ese mes, día y hora en el que mi madre alumbraba, Mercurio también se encontraba en retrógrado. Al contrario de lo que se podría imaginar, no hubo ningún contratiempo ni maldición innata. Nací sano y a salvo bajo el auspicio del planeta más veloz de nuestro sistema solar, mientras la constelación de Los Gemelos dejaba una huella profunda en mi carta astral: no sólo mi Sol se encuentra en Géminis, sino también mi Luna, mi Mercurio y mi Venus.
Para quienes no están familiarizados con la astrología, Géminis es un signo mutable de aire representado por Castor y Pólux (los Dioscuros) y regido por Mercurio. Revisando la mitología griega, vemos que cuando Castor fue asesinado, Pólux, el gemelo inmortal, convenció a su padre Zeus para que le concediera también el don de la inmortalidad a su hermano fallecido. A partir de entonces, Castor y Pólux se fueron turnando sus respectivos lugares en el Olimpo y el Hades, participando así en una transmigración cíclica entre el mundo de arriba y el mundo de abajo.
Es precisamente en este desplazamiento entre el Hades y el Olimpo que atestiguamos la esencia viajera de Hermes, el símil griego del Mercurio romano. En su faceta de psicopompo, Hermes, al igual que Castor y Pólux, transitaba entre los distintos planos del cosmos como un mensajero de los dioses y un guía para las almas en pena. Es la razón por la que este dios, que suele ser retratado llevando un pétaso y unas sandalias aladas, además de su caduceo con el que podía revivir a los muertos, acabó por convertirse en el protector de los viajeros.
Argento Hermes,
que con tu vara de serpientes vigilas el deambular de escribas, salteadores y traficantes, bendice a quienes nos encomendamos a tu suerte.
Ayúdanos a encontrar el agua volátil que tanto buscamos en nuestras andanzas,
aquella plata líquida en la que se refleja el sentido de nuestra luz,
que como una estrella distante titila en la oscuridad del universo…
Desde que tengo memoria, nada en mi vida me entusiasma tanto como el acto de viajar. Con mucha nostalgia recuerdo mis primeros viajes: los traslados en coche entre el restaurante donde trabajaban mis padres y nuestro departamento; las excursiones que realizaba a mi escuela en buses amarillos a zoológicos, museos y albercas públicas; y las travesías interminables en verano, cuando mi familia regresaba a Oaxaca desde Arizona. Aún puedo oler el nescafé hirviente que mi papá guardaba en un enorme termo de plástico para aguantar despierto el primer tramo del viaje hasta la frontera. Mientras él manejaba y mi mamá la hacía de copilota, yo podía sumergirme tranquilamente en un duermevela tibio en el que se mezclaban las señales confusas de la radio mexicana y gringa con el paisaje desértico repleto de saguaros. Algún día seré yo quien maneje, me decía a mí mismo entre sueños, sin siquiera tener un destino en mente. Sólo quería viajar por viajar, sentir que mi cuerpo abandonaba lo conocido y así saciar mi curiosidad infantil con el horizonte descubierto; aunque faltarían muchos años para que me moviera por mi propia cuenta por el mundo.
Esta necesidad que tengo desde que era niño de visitar nuevos territorios, y la inquietud que me provoca el permanecer en un solo lugar por mucho tiempo, se lo atribuyo a mi carta astral, que también es responsable de mi doble nacionalidad, de mi vocación de escritor y de cualquier otro atributo mercurial mío. Si la astrología es una herramienta que nos permite conocernos mejor por medio de la sincronicidad (ese fenómeno en el que se vinculan de manera acausal distintos sucesos), yo con gusto proyecto las características de mi personalidad en los astros y las conjunciones que me gobiernan porque me identifico plenamente con ellas.
Así como las Moiras decidían los destinos de quienes habitaban la Antigua Grecia, así ha influido Mercurio en mi vida. Desde mi nacimiento he estado ligado íntimamente con este planeta, lo conozco bien. Por eso me atrevo a asegurar que cualquier vida o proyecto que vea la luz durante un Mercurio retrógrado no arrastrará ninguna condena; que si bien es cierto que cuando este planeta retrocede hay malentendidos, retrasos imprevistos y cortocircuitos, es gracias a estos percances que se adquiere una resiliencia hermética, como es el caso de esta revista que tiene a Mercurio de su lado.
II: Hexagrama 56
Dos veces quise ser economista en la misma universidad. Y dos veces fracasé. La segunda vez que abandoné la carrera lo hice con la certeza de que respondía a un llamado. En las últimas semanas en las que estuve matriculado me la pasé echado en el sofá comunal de la casa de estudiantes donde vivía, leyendo «El lobo estepario» y «Narciso y Goldmundo». Fueron estas novelas de Hermann Hesse las que me motivaron a darme de baja y aceptar el hecho de que nunca llegaría a ser un economista, que mi vocación era otra.
Al contrario de esta experiencia que resultó ser luminosa a pesar de la anomia, la primera vez que me di de baja fue en verdad uno de los momentos más angustiosos de mi vida. Yo no sabía qué iba a ser de mí, me sentía completamente a la deriva. Había sido vencido por la presión académica, por su rigor, por la soledad que me persiguió desde el primer día en que llegué a vivir a la Ciudad de México y, sobre todo, por la nostalgia de un pasado al cual no podía retornar y la tristeza y rabia que me causaba lo que estaba ocurriendo en ese momento en Oaxaca. Porque esto fue en el 2006, cuando una revuelta popular tenía al estado bajo el asedio de fuerzas federales.
Un noche le llamé a mi mamá y le dije que ya no podía más, que me iba a regresar. Entonces ella mandó a mi papá para que fuera por mí. Cuando llegó ya tenía casi todo listo para el viaje: la ropa en una maleta y mis libros y enseres en cajas de huevo. Al día siguiente partimos en camión a buena hora para llegar a Oaxaca en la tarde, pero al pasar la caseta de cobro de Tehuacán, el viaje se fue prolongando de manera inesperada. El chofer nos avisó que al parecer algunos manifestantes habían tomado varias casetas y que como consecuencia íbamos a tener que irnos por la libre. No fue hasta la medianoche que llegamos a las afueras de la ciudad de Oaxaca. Hasta ahí llegó el chofer, frente a unas canchas de tenis no muy lejos de mi antigua preparatoria; no se atrevió a adentrarse más o se lo tenían prohibido. Yo iba demasiado ensimismado como para percatarme del ambiente tenso que mantenía en silencio al resto de pasajeros. No fue hasta que subimos a un taxi que nos enteramos de la ofensiva que había emprendido la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca para recuperar el zócalo del centro histórico, intento que fue reprimido con una violencia desmedida que incluyó desapariciones forzadas y tortura.
El taxista que nos fue explicando la situación nos dejó cerca de la estación de autobuses que había sido destrozada. Mi mamá ya nos esperaba ahí en nuestra camioneta, aunque tenía miedo, por eso le cedió el volante a mi papá. Rumbo a nuestro pueblo, enfrente de la zona militar y del Instituto Estatal de Educación Pública, una camioneta blindada nos echó las luces altas y desde un altavoz nos ordenó que nos orilláramos. En esa época yo tenía el cabello largo y desarreglado, lo cual fue motivo suficiente para que la PFP sospechara que era uno de los numerosos muchachos que andaban persiguiendo. Desde la ventana me iluminaron el rostro con una lámpara cegadora y alguien a contraluz preguntó que quién era yo. De inmediato recordé una escena de mi infancia, cuando un agente fronterizo me preguntó si mis padres eran en verdad mis padres. Como estaba asustado no respondí, por eso después, al cruzar la frontera, mi padre me regañó furioso. Así que, a diferencia de aquella vez, mientras una tropa de policías federales nos apuntaba con sus rifles automáticos, yo contesté sosegadamente que era un estudiante y que acababa de llegar del Distrito Federal.
El mundo es un terreno peligroso, acechado por nuestras violencias, en el que cualquiera puede encontrar su muerte de manera imprevista. Las madres saben bien esto, es la razón por la que no desean que sus criaturas se aparten de sus brazos, aunque esto signifique que ellas mismas acaben por devorar a su propia descendencia.
En las dos ocasiones en las que me fui a estudiar la universidad, mi mamá nunca se interpuso, nunca intentó convencerme de que me quedara a su lado. Me apoyó bastante y respetó mi independencia. Después de que renuncié definitivamente a mi sueño de ser economista, pasé un par de años en un limbo existencial, buscando respuestas en mis lecturas, trabajando de mesero en el restaurante de mi familia por temporadas y viajando solo a distintos pueblos y ciudades del país, esto a pesar del clima de violencia creciente que estaba provocando la guerra de Calderón. Fue durante este periodo que un día se me ocurrió intentar escribir: primero fueron poemas y luego un libro de cuentos. Y aunque estos textos no pasaron de ser ensayos, la vocación de escritor comenzaba a asomarse en ellos.
Una cosa es escuchar el llamado de la vocación y hacerle caso, otra muy distinta es llegar a ella. Conforme más me iba convenciendo la idea de que podría apostarle a la escritura, más iba surgiendo en mí una pregunta fundamental: ¿Cómo hacerle? No conocía a nadie que pudiera explicarme cómo se hace uno escritor, cuál es el secreto. Aun así, seguí escribiendo a tientas mientras aguardaba una señal.
Un día, buscando respuestas en Internet, di con algunos talleres y escuelas de escritura creativa. Desafortunadamente todas se encontraban en la Ciudad de México. Yo estaba dispuesto a volver a la capital si eso significaba la posibilidad de formarme como escritor. Así que, revisando los programas de estudio y las metas de cada taller, tomé mi decisión: al final, convencido por su mística, opté por la Escuela Mexicana de Escritores (precedente espiritual de Literaria: Centro Mexicano de Escritores).
En aquel entonces yo estaba trabajando de ayudante de cocina bajo la tutela de mi mamá. Para ella, el hecho de que estaba siguiendo sus pasos anunciaba el cumplimiento de uno de sus anhelos más preciados: que su hijo algún día llegaría a hacerse cargo de su negocio. Andaba contenta por eso y yo también. El tiempo que pasé en la cocina, aprendiendo de ella, fue para mí una oportunidad de establecer una relación más cercana con mi madre por medio de lo que más le apasionaba. Sin embargo, no podía seguir ignorando el llamado de mi vocación, así que inevitablemente llegó el momento en el que di a conocer mis próximos proyectos y aspiraciones.
Quiero ser escritor, eso le dije a mi mamá al principio de nuestra plática. Por alguna razón sentía vergüenza, como si fuera un niño que le estuviera confesando a su madre fría y distante que le gusta una compañera de la escuela. En ese momento ni siquiera entendía bien por qué quería dedicarme a la literatura; fue complicado expresar las razones que me motivaban a hacerlo. A distancia sólo puedo decir que me guiaban puras corazonadas: la fe ciega de que por medio de la escritura descubriría quién era yo en realidad.
Finalizado mi anuncio, mi madre, como pocas veces en la vida, comenzó a llorar frente a mí. Al saber mi intención de regresar a la Ciudad de México, me rogó que lo reconsiderada. Trató de convencerme de que se podía escribir desde cualquier lugar, incluso desde nuestro pueblo, y que por lo tanto no había necesidad de que me fuera lejos. Y aunque compartía su opinión, algo me aseguraba que en la escuela que había encontrado hallaría una parte esencial de mi destino. Así que insistí en eso de irme. Como último recurso, aún con los ojos llorosos, mi mamá me dijo que me necesitaba.
Una culpa me atormentó los días que siguieron a aquella discusión. La tristeza de mi madre se me había clavado en lo más hondo. Era su hijo y creía que le debía mi vida. Pero también quería ser escritor. En la página de la Escuela Mexicana de Escritores se abogaba por la idea de que la escritura es una vocación como cualquier otra, y así como un ingeniero o un abogado necesitan formarse, también un escritor requiere de una educación que esté especializada para cumplir sus necesidades creativas, más allá de lo que ofrecen las licenciaturas en letras, tan limitadas por sus intereses académicos. Fue esta postura la que me hizo resistir los ruegos lastimosos de mi mamá.
Aun así andaba sin mucha fuerza. No estaba en condiciones de rebelarme o de volver a sacar el tema de mi partida. No quería lastimar más a mi madre. En mi mente, cada vez que planeaba mi fuga, volvía incesante una pregunta que me había hecho ella: ¿Por qué quieres dejarme? Necesitaba ayuda, un consejo.
Hasta la fecha aún no soy un experto del I Ching. Rara vez consulto «El libro de los cambios». Aunque recientemente me han estado llamando los sesenta y cuatro hexagramas que lo conforman. En aquel año definitivo en el que tuve que decidir el rumbo que iba a tomar mi vida, el I Ching apareció como el oráculo que tanto me hacía falta. Lejos de toda solemnidad, consulté una versión en línea, de esas en las que lanzas las monedas con un click del cursor. Frente a la pantalla de mi computadora, mientras lanzaba las monedas, me concentré en la pregunta que estaba realizando: ¿Debo irme al DF o no?
Una por una fueron surgiendo apiladas las líneas del hexagrama que me daría el consejo anhelado: dos líneas ying seguidas de dos líneas yang, y al final una línea ying debajo de una línea yang. Aquella figura que se había formado parecía ser una casa con una puerta y una sola ventana, aunque en realidad se trataba de una montaña en llamas:
Lü
El Viajero
Esta situación te es extraña.
Es tu atracción por lo exótico lo que te ha llevado hasta aquí, pero llegarás a nuevos escenarios una vez que este haya perdido su misterio.
Como te es ajena la mayor parte de este entorno, debes ejercer tu mejor juicio.
No conoces las costumbres de este lugar, y es fácil cometer faltas que no sabías que existían.
Al ser un extranjero en este escenario, no hay historia que te absuelva.
Observa, escucha, estudia, contempla, luego avanza con paso ligero pero sin mermar tu determinación.
Seguir adelante le trae buena suerte al Viajero.
Estas líneas bastaron para que yo me animara a llevar a cabo lo que me había propuesto desde el inicio, aun con la pena que me causaba el dejar atrás a mi madre. Ella afortunadamente acabó por comprender mi necesidad de irme; a pesar de mi historial de fracasos, quiso que esta vez lograra sentirme realizado.
La Escuela Mexicana de Escritores fue una experiencia crucial para mí, no sólo en mi formación como escritor, sino como ser humano. Ahí varias de las intuiciones que tenía sobre el mundo se reforzaron, revelándose como brújulas que me permitían navegar entre las distintas capas confusas de la realidad. Gracias a los y las maestras que tuve, y a mis colegas estudiantes, por un breve periodo de mi vida me sentí acompañado en mis indagaciones. Creo que nunca más volveré a ser parte de una comunidad de creadores como lo fui en la Escuela Mexicana de Escritores, lo cual es un hecho que a veces me pesa y me deja en la más completa soledad.
Sin embargo entiendo que la vocación es un viaje, con su punto de partida y su destino final. Si bien en el camino se van conociendo mentores y amistades entrañables, uno nunca puede quedarse para siempre en el mismo lugar; cada quien debe ir hacia donde la vida llamea, como nos advierte el Hexagrama 56 del I Ching. ¿Dónde es eso? Aún no lo sé, y creo que sólo podré saberlo una vez que llegué ahí, a esa cima (o sima) personal que el futuro me tiene preparado. Que yo en dos ocasiones estuve muy seguro de que iba a ser economista y para mi sorpresa acabé siendo escritor.
*Antonio Vásquez nació en Tucson, Arizona, en 1988. Es narrador y estudió el diplomado en formación literaria en la Escuela Mexicana de Escritores. Su obra ha sido incluida en las antologías Cartografía de la literatura oaxaqueña actual II (Almadía, 2012) y Después del viento, trece homenajes a Jesús Gardea (2015). Ausencio recibió el Premio Bellas Artes Juan Rulfo para Primera Novela 2017. Su libro más reciente es Señales distantes (Almadía, 2020).