Palabras de Rodrigo Emmanuel al terminar el Diplomado

 

Tengo que confesar que estuve lleno de dudas el día que me inscribí al diplomado. El anuncio decía: “Aprende a escribir con escritores”, y yo me pregunté: “¿Realmente se puede aprender a escribir? ¿Que no es cosa de nacimiento? ¿Una habilidad destinada sólo para los elegidos?”. Hoy, después de poco más de dos años yendo a los cursos y talleres de escritura, puedo contestar a esas preguntas con un rotundo: “quién sabe”. Sigo con las mismas dudas, sigo sin saber si el talento de los grandes escritores es innato o puede adquirirse, y desconozco si algún día tendré la oportunidad de acercarme a ellos con alguna de mis páginas; pero eso sí, sin exagerar, y sin tener la intención de parecer un porrista, tengo la plena convicción de que emprender este diplomado ha sido una de las decisiones más acertadas, aleccionadoras, y cruciales de mi vida.

Después de una gran clase, donde tus sentidos para percibir al mundo se tornan más agudos, donde tu conciencia se expande y le da la vuelta a tus creencias, donde después de leer y de escuchar se abre una puerta desconocida dentro de ti, después de una gran clase, repito, las respuestas a cualquier pregunta pierden, a veces, toda relevancia. La experiencia, como al leer una novela, ese viaje, lo que se siente en el presente, es lo que en verdad termina siendo importante.

Nadie tiene respuestas o soluciones irrefutables ante la literatura. Es de lo primero que se aprende en este diplomado. Cada escritor que hablará frente a la clase —algunos de manera apasionada, otros muy serios— tendrá su respuesta particular ante las vicisitudes de la escritura. Pienso que la tarea del alumno es retar lo que se asevera, ponerlo en práctica una y otra vez, y dependiendo de los resultados, asimilar la idea o desecharla en busca de otra.

Por ejemplo, se repetía muy seguido en los salones una frase de Oscar Wilde tomada del Retrato de Dorian Grey. La frase dice así: “todo arte es completamente inútil”, y se le respaldaba diciendo que la música, la pintura, la literatura, la escultura… en fin, las artes, no ofrecen ni producen, en términos simples, bienes palpables que sean esenciales en los quehaceres diarios. Uno no puede abrir la tierra, sembrar un libro y esperar a que crezca un árbol frutal para que nos alimente. No se puede, a base de cantos o rasgando las guitarras, construir una casa y protegernos del clima. De igual modo, pretender que se encenderá un buen fuego para cocinar mientras pintamos al óleo, resultaría absurdo. De ahí que el arte pueda considerarse inútil. Un martillo, una flecha, e incluso dos piedras para hacer chispas, resultarían más provechosos que cualquier arte en el día a día de las personas.

Sin embargo, aunque esta idea se repetía mucho, yo no quería creerla del todo. Comencé a preguntarme con un poco de angustia, si tantas horas peleándome con la hoja en blanco, si mis lecturas, si todo el tiempo destinado a las clases del diplomado, ¿no sería más que una búsqueda necia para convertirme en un inútil? Obviamente, por instinto, me respondí que no. Pero si el arte no construye casas, no enciende fuego y no siembra árboles, ¿cuál es su valor? ¿cómo le quitamos lo inútil? ¿Qué análisis hay que hacer para convencernos de que vale la pena cada segundo dedicado al arte?

Me desvelé agotando todas las posibilidades para encontrar en el arte un bien o servicio que resultara indispensable para todos, pero fracasé en cada intento. Todo apuntaba al dinero, o algún tipo de pago, si quería yo convertir un poema, una canción, o una escultura, en algo que tuviera utilidad tangible. Me terminé rindiendo, dije: “todo arte es completamente inútil y punto”, Oscar Wilde tenía razón.

Poco después, ya sin angustias, acometí una simpleza que resolvió mis inquietudes acerca del tema. Sin reflexiones profundas, sin pretensiones, casi sin nada en la cabeza me dije de repente: “lo inútil es lo mejor del mundo y le da sentido a la vida”. Después de eso todo lo relevante al arte, a lo inútil, resplandecía de valor.

Ir a un diplomado, tener discusiones sobre personajes de novelas que sólo existen en las palabras, disfrutar de un poema, intentar escribir, todo aquello que no se construye más que en nuestros adentros, es lo que realmente vale la pena. No somos máquinas que se ocupan solamente de lo que es funcional, nos forjan nuestras pasiones, nuestros miedos, nuestras aspiraciones. No llenamos nuestros estómagos sólo para no morir, nos gusta oler lo que comemos, saborearlo, mirar la composición de un plato apetitoso. No dormimos para recargar energías solamente, nos gusta soñar, crear en esos sueños lo que no es posible cuando estamos despiertos, nos gusta descifrar los significados de esos sueños. La voz no sólo es para hablar, nos gusta cantar, gritar, hacer ruidos raros como los niños cuando estamos a solas. Vamos, ni siquiera se busca pareja con el afán único de la procreación, no es necesario, buscamos sentir placer, tener compañía, compartir intereses. Todo eso bien podría considerarse inútil, las sociedades seguirían funcionando si no tuviéramos todo esto, pero cada detalle cuenta para nosotros, es lo que nos hace ser humanos, y, por lo tanto, es la razón por la que tiene valor el arte.

Escribir tiene algunas aristas que valdría la pena mencionar. Por un lado, representa soledad. Sentarse frente a la computadora, concentrarse, y esperar que aparezca un hilo en las palabras que dibuje una historia, es una tarea, al menos en mi escasa experiencia, muy demandante. Distraerse es muy fácil, y pobre de aquel que se atreva a interrumpirte cuando estás en vena y sientes que las letras están fluyendo. Se precisa soledad.

Por otro lado, paradójicamente, el ejercicio de escribir se hace para tener contacto con alguien más. Se escribe para ser leído. Ese alguien más no puede conocerse siempre, y las intenciones que tuvimos al escribir, al apuntar cada palabra, puede que para aquel lector desconocido sean totalmente distintas. El sentido de un escrito se reinventa con cada lector y podría decirse, por lo tanto, que el autor ya nada tiene que ver con el escrito que dejó. Los textos cobran presencia propia, son cambiantes y responden por sí mismos.

Una de las grandes actividades que se hacen en el diplomado es la oportunidad de observar las reacciones de los compañeros mientras lees uno de tus escritos. Las primeras veces no es nada fácil. Yo me recuerdo llegando al salón con mi cuento escondido, y lleno de nervios esperando con todas mis fuerzas no tener que leerlo en voz alta. Pero era necesario, y con la mano temblando comenzaba a leer. Es una oportunidad única para saber qué tal lo hiciste, en qué debes mejorar, qué partes de tu historia sí funcionaron y cuáles deberías desechar. Enfrentarse a las críticas en un comienzo parece una faena cruel, todo lo que hiciste con tanto empeño se levanta de repente ante un juzgado, sin embargo, es tan útil conocer las opiniones de todos, que las mejoras son visibles, y no pasa mucho tiempo para que se escuchen reclamos entre los alumnos exigiendo la oportunidad de leer frente a todos.

Escribir es un oficio y como todo oficio necesita práctica. Un carpintero, por ejemplo, que comienza a hacer mesas, al menos que sea un súper dotado, comenzará a hacer mesas imperfectas. Las patas serán asimétricas, los soportes débiles, la madera estará mal lijada o mal barnizada. Pero con el tiempo, y la instrucción correcta, esos errores irán desapareciendo hasta lograr construir una mesa decente. Lo mismo ocurre con la escritura, creo que la mayoría, con la práctica, con la instrucción de los maestros y el empeño, podremos lograr un resultado decente en nuestras historias. Esta certeza no significa que la duda que manifesté al inscribirme al diplomado haya desaparecido: “¿Los grandes escritores nacen o se hacen?” Sigo sin saberlo. Un gran novelista no está hecho sólo de práctica. Un gran poeta no sólo es capaz de escribir decentemente, hay siempre un ingrediente más, uno desconocido e inquietante, que separa lo convencional de lo extraordinario.

Pero como dije antes, en las clases del diplomado eso pasa a segundo término. Las enseñanzas magistrales en dramaturgia, cuento, poesía, mitología y demás materias, son inestimables. Se despierta fácilmente un apetito por conocer más, por leer más. Títulos realmente asombros no los hubiera escuchado nunca si no es por la recomendación de los maestros. Cobran real sentido las famosas palabras de Borges cuando dice que él no se jacta por lo que ha escrito si no por lo que ha leído.

Por eso digo que inscribirme en este diplomado en creación literaria ha sido una de las decisiones más acertadas de mi vida. He hecho amigos y amigas muy queridas, a través de las palabras he viajado a lugares recónditos y vivido experiencias inimaginables, me he adentrado en mentes asombrosas, he descubierto otras realidades, y todo eso me ha parecido un gran regalo. Aunque pasé el tiempo y no sea capaz de escribir algo realmente bueno, nunca me arrepentiré de seguirlo intentando.

Gracias.

Rodrigo Emmanuel Bonilla Ramírez